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Los más viejos del lugar aún recordamos con nostalgia aquellos entrañables comercios de nuestra infancia; la pequeña tienda de ferretería y droguería, la bodega de vino, la mercería, la lechería y sobre todo aquel colmado donde los comestibles y en especial los embutidos, con aquel olor especial que producían las rastras colgadas de morcillas, salchichas y chorizos que nos sabían a gloria bendita nada más olfatearlas al entrar al establecimiento. En compañía de nuestras madres íbamos casi a diario a hacer aquel recorrido por esas pequeñas tiendas en donde sus amables comerciantes nos trataban como si fuéramos de su familia. Todo aquello era consubstancial con la propia vida del barrio. En el colmado, incluso tenían una pequeña libreta en donde –en algunos casos - solían apuntar el importe de la compra, pues todos eran conocidos sobradamente para fiarles la venta sin problema alguno. Eran tiempos difíciles aquellos primeros años de la posguerra y la buena gente se ayudaban unos a otros de diferentes maneras y por ello no he olvidado nunca cómo Pedro, el del colmado, mostraba su solidaridad vendiendo su mercancía al “fiote”.
Aquello, hoy ya es historia, pero aún quedan rasgos, especialmente en el trato, entre los que tomaron la antorcha en el relevo del pequeño comercio de antaño. Caro está que las cosas han cambiado, pero ahí continua la tienda de barrio con sus instalaciones atractivas y funcionales. La evolución nos llegó desde más allá de nuestras fronteras cuando al finalizar la década de los 70 hicieron acto de presencia las monumentales áreas de distribución, generalmente propiedad de grupos de empresas extranjeras.
Con ello comenzó a tambalearse la tradicional tienda familiar. La Administración fue progresivamente plegándose a los intereses de estos poderosos hipermercados, que con sus impresionantes campañas publicitarias atraían –y atraen- a la población de forma masiva, haciéndoles creer que allí, en sus enormes estanterías de sus inmensos pasillos (en donde prácticamente nadie les atiende) van haciendo acopio de lo que precisan y de lo que no precisan. Tras permanecer pacientemente en la habitual “fila”, los clientes abonan el importe de las existencias que se llevan a sus casas, convencidos plenamente que han comprado “duros a tres pesetas”, como dice sabiamente el refrán castellano. Los grandes pensadores, siempre han dicho que la gente no es culpable cuando se dejan arrastrar por los verdaderos inductores, las clases dominantes, ya que éstos son los que valiéndose de mil artimañas y en ocasiones hasta con publicidad engañosa son capaces de hacer creer a las buenas gentes que un “burro vuela”. El aparente gran cambio del comercio desde los tiempos del colmado del recordado Pedro el de los embutidos, se ha sustentado en las grandes áreas de distribución, los hiper, que como dijo el inolvidable Francisco Umbral “son esos grandes almacenes de todo lo innecesario y un desolador e inmenso parking, más la repetición alucinada, monótona, y niñoide de las hamburguer: la civilización de la silicona”.
Van pasando los años y cada vez (salvando moratorias establecidas) los hiper van ocupando más espacios en la ciudad, continuando con ello su estrategia de quedarse ¡al fin! con toda la tarta del mercado.
Los más viejos del lugar aún recordamos con nostalgia aquellos entrañables comercios de nuestra infancia; la pequeña tienda de ferretería y droguería, la bodega de vino, la mercería, la lechería y sobre todo aquel colmado donde los comestibles y en especial los embutidos, con aquel olor especial que producían las rastras colgadas de morcillas, salchichas y chorizos que nos sabían a gloria bendita nada más olfatearlas al entrar al establecimiento. En compañía de nuestras madres íbamos casi a diario a hacer aquel recorrido por esas pequeñas tiendas en donde sus amables comerciantes nos trataban como si fuéramos de su familia. Todo aquello era consubstancial con la propia vida del barrio. En el colmado, incluso tenían una pequeña libreta en donde –en algunos casos - solían apuntar el importe de la compra, pues todos eran conocidos sobradamente para fiarles la venta sin problema alguno. Eran tiempos difíciles aquellos primeros años de la posguerra y la buena gente se ayudaban unos a otros de diferentes maneras y por ello no he olvidado nunca cómo Pedro, el del colmado, mostraba su solidaridad vendiendo su mercancía al “fiote”.
Aquello, hoy ya es historia, pero aún quedan rasgos, especialmente en el trato, entre los que tomaron la antorcha en el relevo del pequeño comercio de antaño. Caro está que las cosas han cambiado, pero ahí continua la tienda de barrio con sus instalaciones atractivas y funcionales. La evolución nos llegó desde más allá de nuestras fronteras cuando al finalizar la década de los 70 hicieron acto de presencia las monumentales áreas de distribución, generalmente propiedad de grupos de empresas extranjeras.
Con ello comenzó a tambalearse la tradicional tienda familiar. La Administración fue progresivamente plegándose a los intereses de estos poderosos hipermercados, que con sus impresionantes campañas publicitarias atraían –y atraen- a la población de forma masiva, haciéndoles creer que allí, en sus enormes estanterías de sus inmensos pasillos (en donde prácticamente nadie les atiende) van haciendo acopio de lo que precisan y de lo que no precisan. Tras permanecer pacientemente en la habitual “fila”, los clientes abonan el importe de las existencias que se llevan a sus casas, convencidos plenamente que han comprado “duros a tres pesetas”, como dice sabiamente el refrán castellano. Los grandes pensadores, siempre han dicho que la gente no es culpable cuando se dejan arrastrar por los verdaderos inductores, las clases dominantes, ya que éstos son los que valiéndose de mil artimañas y en ocasiones hasta con publicidad engañosa son capaces de hacer creer a las buenas gentes que un “burro vuela”. El aparente gran cambio del comercio desde los tiempos del colmado del recordado Pedro el de los embutidos, se ha sustentado en las grandes áreas de distribución, los hiper, que como dijo el inolvidable Francisco Umbral “son esos grandes almacenes de todo lo innecesario y un desolador e inmenso parking, más la repetición alucinada, monótona, y niñoide de las hamburguer: la civilización de la silicona”.
Van pasando los años y cada vez (salvando moratorias establecidas) los hiper van ocupando más espacios en la ciudad, continuando con ello su estrategia de quedarse ¡al fin! con toda la tarta del mercado.
Paralelamente a esta premeditada invasión, los comercios de barrio –con más bajas de las que fueran de desear- resisten buscando formulas de mejorar su especialización, y dando a sus clientes unos artículos y un genero de total garantía y sobre todo, con algo que no existe en las grandes áreas, el trato afable de toda la vida, y la confianza de llevarse un genero en perfectas condiciones, que es lo que más debiera valorarse.
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