sábado, 4 de junio de 2011

El olvido que seremos



Este titular, que encierra el recuerdo sobre lo que fue la andadura de cada ser humano por esta tierra, es el del libro escrito por el colombiano Héctor Abad Faciolini, quien a su vez lo tomó de un soneto escrito por el premio Nobel Jorge Luís Borges a modo de epitafio.

Aclarados los orígenes de esta acertadísima frase, de la que me he apropiado, me dispongo a llevar a cabo una reflexión sobre el inevitable olvido que recae sobre el común de los mortales, cuyo recuerdo generalmente no va más allá de nuestra cuarta generación. A partir de ahí entramos de pleno en “El olvido que seremos”.

El escritor colombiano transcribe de manera impresionante las claves para prolongar con ello el recuerdo de lo que fue la generosa vida de su padre hacia el mundo de su entorno (no en balde murió a manos de sicarios paramilitares) y el mutuo cariño paterno–filial que ambos se profesaban. Y lo hace con un solo fin, contar lo que fue la existencia de su progenitor antes de que llegue el olvido definitivo.

El libro esta muy bien parido y no tiene desperdicio, aunque lo esencial es lo que todo ser humano conoce sobradamente: el paso a la posteridad solo pertenece a una insignificante minoría, el resto ya se sabe, el velo del olvido que cubrirá su memoria es algo incuestionable.

Quienes hemos superado las ochenta primaveras hemos pensado infinidad de veces la realidad de la reflexión que nos atañe. Queda, sin embargo, la inmensa felicidad de los momentos vividos, entre los que sobresalen los del entorno familiar. Eso es lo esencial, lo que da valor a nuestra existencia, ya que la vida –a pesar de Calderón de la Barca– no es un sueño, sino una auténtica aventura, que con sus luces y sus sombras nos ha colmado de la más grande de las dichas: la dicha de vivir.

Por lo tanto, lo del “olvido que seremos”, a la inmensa mayoría de las personas –entre las que me incluyo– les importa un carajo, ya que lo importante es vivir la vida, lo cual no es poco.

La dulce melancolía de la añoranza de los más allegados hacia quien fue parte de su propia vida, es muy hermoso, pero más lo es –sin duda– el convivir felices y dichosos el presente del que disfrutamos, lo cual, y aún pecando de reiterativo, tampoco es poco.

Dejémonos pues de epitafios moribundos y pongámonos el mundo por montera, repitiendo aquello tan conocido de “que nos quiten lo bailao” añadiendo además la eufórica frase de “a vivir que son dos días” y hay que saber aprovecharlos. Eso es el secreto de la buena vida, ¿no?

Dejemos a los poetas y escritores con sus sentidas genialidades futuribles.

Nosotros, los ciudadanos de a pie, a lo nuestro: a vivir y si es menester gritando desde nuestras entrañas algo tan formidable como lo es el exclamar con fuerza

¡Viva la vida!

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